Por: Darcy Rondón
ABA Specialists Atlanta
La identidad es un proceso simbólico que se construye desde que somos niños y que depende en gran parte de las relaciones sociales, en ese sentido, el nombre propio que asignamos a cada niño desde su nacimiento se convierte en pieza clave de su identidad. Sin embargo, en ocasiones dejamos ese nombre a un lado y comenzamos a utilizar etiquetas para dirigirnos hacia las demás personas.
Los niños, incluso antes de comenzar a hablar, crean conciencia que hay un nombre que se les designa, su nombre propio, que es la forma que tienen las personas de interactuar y dirigirse a ellos. A medida que van creciendo cultivan ese nombre como parte de su identidad, por esta razón podemos llamar a un niño pequeño bebe, chiquito, etc. y el responderá: “yo no soy… yo soy Juan García”!
Por otro lado, existen los adjetivos calificativos que se adjudican coloquialmente a los demás: gorda, linda, llorona, etc. Esta clase de calificativo afecta directamente la valoración que cada niño crea de sí mismo y de alguna forma moldea la manera en que como adultos actuamos y nos dirigimos hacia los más pequeños, por lo que su identidad va creándose dentro de estas valoraciones.
¿Quién no ha cometido el error de etiquetar a alguien alguna vez en su vida, mientras conversa con un amigo o un compañero de trabajo? “me atendió la gordita de lentes”, “fue el pelirrojo quien vino el viernes”, “hace rato hablé con la evangélica del piso de arriba”. Gordita de lentes, pelirrojo y evangélica son etiquetas que se utilizan en nuestro día a día y parecieran ser inofensivas, ¿cierto? Incluso, podemos verlas como descriptivos que usamos para identificar a otros.
Ahora, pensemos un poco qué sucede cuando estas etiquetas son dirigidas hacia un niño, “hay que ayudarlo porque él es autista”, “el hiperactivo de la clase de Adriana quedó en mi grupo”. Generalmente, decimos estas frases sin conocer el daño que podemos causar e inconscientemente normalizamos etiquetar a otros, llegando incluso a creer que lo hacemos “por cariño”.
Cualquier etiqueta tiene un efecto en quien la recibe, pero en el presente artículo la invitación es a reflexionar acerca de aquellos casos en los que olvidamos el nombre del niño y comenzamos a llamarlo por su diagnóstico o por aquella característica que nosotros como adultos percibimos diferente.
La importancia de esto radica en la percepción que forma el niño de sí mismo. Cuando todas las personas a su alrededor lo llaman “autista”, “hiperactivo” o “cojo”, él o ella comienza a percibirse a sí mismo como tal y entiende que eso es lo primordial en su vida, le enseñamos que eso es lo que lo define y que todo gira en torno a esa etiqueta. Es así como podemos limitarlos y somos incapaces de ver un ser humano integral con incontables aspectos que destacar, únicamente nos centramos en el diagnóstico o característica que tienen. Adicionalmente, cada persona que conoce al niño comienza también a encasillarlo, a esperar de él o ella ciertas conductas y a tratarlo acorde a su diagnóstico.
Ahora bien, con lo explicado anteriormente no queremos decir que debamos ocultar los síntomas o signos de un niño o que no deban compartirse. La invitación es a entender los diagnósticos como algo que acompaña a las personas y no como algo que las define.
En este caso, cuando un especialista nos informa el resultado de una evaluación que arroja algún diagnóstico, debemos colocar al niño primero como persona y luego (cuando sea necesario) agregar el resto, de esta forma, tendremos niños más seguros y capaces de convivir con sus diferencias, pero teniendo en cuenta que son seres humanos integrales con características positivas y con mucho que ofrecer.